miércoles, 12 de septiembre de 2007


Mis supersticiones

Cuando nací, como a todo el mundo, me asignaron un signo del zodiaco. Me abrieron el cráneo y me lo tatuaron en el cerebro, como a todos los niños de bien.
Soy virgo. Esto quiere decir que soy un tío extrovertido, hablador, animoso, simpático, amigable, aventurero, amigo de mis amigos, y además nunca me quedaré calvo. Los virgo somos así todos, ya lo sabéis.
Esta es la primera superstición. Luego aprendí otras: no pasar por debajo de una escalera, no cruzarse con un gato negro, no romper espejos, no tirar la sal... Todo el mundo sabe que esas cosas traen muy mala suerte. Algunas lo hacen en general, mala suerte; otras lo hacen en lotes de 7 años. Eso es casi mejor, porque con el paso del tiempo sabes que cambiará tu suerte y tu vida dejará de ser una mierda.
Al principio, de jovencito, yo me creía todo esto. Nunca pasaba por debajo de una escalera. Daba un rodeo para no cruzarme con un gato oscuro, por si acaso. Procuraba no romper espejos y no tirar la sal.
Luego fui aprendiendo otras cosas: no se puede vestir de amarillo, sobre todo si se va a participar en algún espectáculo público. La sal no sólo no se puede tirar, sino que tampoco se puede entregar en mano: hay que dejarla encima de la mesa. Por supuesto, si una gitana te ofrece una ramita de algo que podría ser romero a cambio de sólo unos pocos euros, debes aceptarlo e incluso darle las gracias. Y lo más importante: no puedes tratar a una chica como a un amigo. Eso trae muy mala suerte, sobre todo si pretendes enrollarte con ella.
Y seguía siendo virgo.
Yo me seguía creyendo todo esto, hasta que un día algo cambió. No sé si fue algo hormonal, o un documental de Carl Sagan, el final de mi pubertad o una especial alineación de los astros; el caso es que de repente dejé de creer en todo esto y empecé a hacer lo contrario, para demostrar que era una patraña.
Cada vez que veía una escalera me lanzaba corriendo y pasaba bajo ella no una, sino seis o siete veces. Si veía un gato, del color que fuera, corría tras él y lo rodeaba varias veces. Daba un puñetazo a cada espejo que veía. Siempre que necesitaba sal, tiraba un poco antes de echarla en el plato. El amarillo se convirtió en el color más abundante de mi armario. Empecé a huir de las gitanas y a tratar a mis amigas como si no las conociera.
Esto trajo unas consecuencias funestas. Cada vez que veía un gato, pasaba dos horas estornudando. Cada espejo que rompía mi padre me daba una paliza. Cada vez que tiraba la sal, mi madre me daba una colleja. Y vestido de amarillo limón, a las chicas les daba un poco igual cómo las tratase.
Y a todo esto, yo seguía siendo virgo.
Un día, alguien me dio la solución. Me dijeron: lo que de verdad trae buena suerte es no ser supersticioso. Y lo cumplo a rajatabla: sólo paso por debajo de una escalera si me viene mejor que rodearla, y viceversa. Vuelvo a huir de los gatos, pero ahora sé que les tengo alergia. Procuro no romper espejos, porque aunque mi padre ya no me pega, ahora me toca a mí pagarlos. Si se cae la sal, la recojo y punto. Sigo huyendo de las gitanas y su ramita, pero es sólo por guardar mi dinero. Ya no visto de amarillo, pero es que me queda fatal.
Pero seguía siendo virgo.
Así que me he borrado. Ha sido difícil encontrarlo, pero un destatuador de cerebros me ha quitado el signo de virgo del cerebro. Ya no soy un tío extrovertido, hablador, animoso, simpático, amigable, y todo eso que he dicho antes. Ahora soy introvertido, tímido, callado, un poco borde, miedica, tacaño, y además estoy perdiendo pelo.

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